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04 AGO
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José Javier Navarro Pérez.[1]

Manuel Puig i Agut.[2]

 

 

RESUMEN

La educación emocional y afectiva no es un “copio y pego”, ni un compartimiento estanco dentro del proceso educativo de un menor. Al contrario, esta faceta pedagógica está, junto a la educación en valores, unida de forma estrecha e indisoluble al transcurso natural de la vida cotidiana, hasta tal punto que resulta ineficaz abordarla artificialmente. Transformando las instituciones en grandes escuelas de humanidad, en los que la convivencia y el respeto al diferentes se conjuguen como un mismo medio. El profesional de la educación –como principal recurso pedagógico- ha de ejercer el liderazgo suficiente para lucir el maillot de líder, trasladando los afectos y las emociones a otras dimensiones cotidianas.

 

  1. Introducción.

 

La preocupación por el correcto desarrollo emocional y afectivo de los menores no es tema nuevo. Tanto en la comunidad científica, como en el mundo de la educación, es comúnmente aceptado que la educación debe ser integral y abarcar todas las dimensiones de la personalidad, incluyendo los aspectos emocionales y afectivos.

 

Sin embargo, del dicho al hecho va un trecho, y la plasmación de tan bonitas ideas en la practica educativa está todavía en mantillas. Desgraciadamente, hace falta que se produzcan sucesos tan terribles como los que actualmente ocurren –acciones de extrema violencia protagonizadas por menores- para que la sociedad tome conciencia de esta carencia y se abra público debate sobre el asunto.

 

La sociedad sabe, cada vez con mayor evidencia, que algo muy serio está fallando en la educación de las nuevas generaciones. Gobiernos, medios de comunicación, especialistas y los ciudadanos en general opinan, discuten y se reparten acusaciones recíprocas, pero nadie acierta a implantar soluciones eficaces. Sin embargo, en nuestro trabajo educativo con menores, esta tarea es de máxima prioridad.

 

Como educadores veteranos, nuestra intención no es teorizar, sino comentarles algunas líneas básicas de actuación pedagógico-afectiva en la cotidianidad de la educación/reeducación de menores. Al fin y al cabo, el tiempo y el espacio en el que se produce el hecho educativo es siempre el hoy, el aquí y ahora, esa sucesión de momentos irrepetibles que configuran la cotidianidad de nuestro trabajo.

 

La educación emocional y afectiva no es un añadido “extra”, ni un compartimiento estanco dentro del proceso educativo de un menor. Muy al contrario, esta faceta pedagógica está, junto a la educación en valores, unida de forma estrecha e indisoluble al transcurso natural de la vida cotidiana, hasta tal punto que resulta ineficaz abordarla artificialmente a base de cursillos, talleres o terapias aisladas.

 

Sólo transformando nuestros centros en grandes escuelas de humanidad, en los que el transcurso cotidiano de la convivencia y la actividad esté impregnado de las condiciones y elementos educativos necesarios –todos ellos girando en torno a la figura central del educador, principal recurso y método pedagógico- será posible alcanzar el ansiado objetivo de una educación integral eficaz.

 

 

  1. La afectividad y su educación.

 

La educación forma parte de la estructura compleja del querer[3] que debe ser reorganizada totalmente. Y esa reorganización no se refiere al acto de enseñar, sino a la lucha en contra de los defectos. Por ejemplo, la enseñanza de disciplinas separadas y sin ninguna intercomunicación produce una fragmentación y una dispersión que nos impide ver cosas cada vez más importantes en el mundo. Surgen problemas centrales y fundamentales que permanecen completamente ignorados u olvidados, y que, sin embargo, son importantes para cualquier sociedad y cualquier cultura. En el fondo la educación es todo, y no puede obsequiarse a modo de pequeñas entregas como si de una colección de fascículos se tratase. La educación es una ciencia del corazón, así que recogiendo algunas de las brillantes propuestas de Morin hemos de enseñar a dar y a recibir, enseñar a expresar, ensayar los afectos, motivar su expresión y garantizar su intercambio. Si hasta el lamento canaliza su expresión como no la va a necesitar la expresión de las emociones afectivas. En ello también se educa y se aprende.

 

Tras descubrir que los “Cocientes Intelectuales” apenas predicen un escaso 20% del éxito relativo en la vida de las personas,[4] muchos estudiosos de la psicología trataron de redefinir la inteligencia, desarrollando nuevos conceptos que podríamos resumir en la expresión “vive la vida”, en contraposición al mero “conocimiento humano”.

 

Para ello, los factores emocionales y afectivos, la forma de relacionarse el individuo consigo mismo y con los demás, eran decisivos. Conocer y comprender las emociones propias y ajenas, conducir los sentimientos de forma que mejore la calidad de vida y la adaptación a la realidad, pasaron a ocupar el centro de atención.

 

Redescubrieron, con investigaciones planteadas desde un lenguaje actualizado, que el éxito en la vida depende de factores como la resistencia a la frustración, el autocontrol, la espera en la consecución de beneficios, la empatía o la habilidad para mantener el equilibrio emocional y sobreponerse ante los golpes de la vida.

 

Para esta última competencia inventaron un nuevo nombre: la “resiliencia”[5]. Basta conocer un poco la historia de la educación para notar que muchas de estas novedades no son más que un “remember” de las mejores virtudes y valores tradicionales como esfuerzo, sacrificio, constancia, comprensión, entrega o fortaleza de carácter en un entorno rodeado de dificultades, sobre el que poder reponerse y ajustarse a los cánones exigidos por el entorno social.

 

Parece que vivimos un momento de reconceptualización[6], propio de aquél emergido de las entrañas de la América latina de los sesenta y que  consiguió remover la conciencia a través de movilizaciones crítico-constructivas. Así, la resiliencia, este concepto caracterizado por un movimiento “de vaivén”[7], cuanto menos impulsivo, reflexivo y dinámico requiere del compromiso por y para el cambio.

 

Un importante descubrimiento éste nuevo concepto es la relación entre pensamiento y emoción. Las emociones se nos imponen, pero es posible ejercer cierto control sobre ellas y, más aún, sobre las conductas que de ellas se deriven. En la raíz de cada sentimiento se encuentra el significado que cada persona atribuye a lo que le sucede, que es modificable.

 

La educación afectivo-emocional se basa en que, en cierta medida, podemos decidir cómo queremos sentirnos y qué hacer con esos sentimientos. No es tarea fácil, ni para el profesional educador, ni para el niño, pero es posible y necesaria. La educación es liberadora cuando nos conduce más allá del esquema “estímulo-respuesta”. La educación es positiva cuando invita a la crítica y con ello facilita la reflexión.

 

La educación emocional consiste pues, en aprender a gobernar la razón sobre la pasión, el control sobre el impulso. Identificar principio y fin. No estamos lejos de aquellas sencillas recomendaciones con las que muchos fuimos educados: “piensa antes de actuar”, “atente a las consecuencias”, “sé responsable”, “cuenta hasta diez”, “no te lo tomes tan a pecho”, “prioriza las cosas y sus efectos”… Se trata de aprender a concederse unos instantes para dar a las experiencias una significación ajustada que genere sentimientos positivos y conductas adecuadas.

 

Las emociones y sentimientos son decisivos para la socialización, el ajuste personal y la realización humana y, en consecuencia, no pueden obviarse en ningún sistema educativo. Resulta esperanzador que la educación afectivo-emocional haya reaparecido con renovada fuerza en muchos proyectos educativos dedicados a la infancia, una vez desnudados aquellos referentes “dictatoriales” incendiarios que perturbaban la evolución y dinamitaban su oposición al trabajo conjunto de las instituciones con los recursos del medio natural.

 

Pero, no es oro todo lo que reluce. En las últimas décadas, dos extremos erróneos se han sucedido uno tras otro, como fichas de dominó, deformando lo que debería ser una correcta educación de la afectividad:

 

 

  1. El modelo “sensiblero”.

 

Con la implantación de los nuevos modelos atención al menor, que en los años 80 se crean en contestación contra los modelos tradicionales anteriores, calificados indiscriminadamente de obsoletos, represivos, asistencialistas, victimizadores y punitivos, se produjeron luces y sombras.

 

Junto a medidas bien pensadas, como la reducción de la ratio en las instituciones o la ubicación de estas en entornos socializados e integrados, se implantan sistemas difícilmente calificables de educativos, basados en la “pedagogía del porfa” y en un trato paternalista y sentimentaloide hacia los niños[8]. Ese peligroso juego del “prohibido prohibir” que no pone limites, que acaba por destruir el juego o de ese “pagan justos por pecadores” cuyas decisiones salomónicas siempre implicaron fracaso.

 

En este erróneo modelo, se impulsa la libre expresión de los sentimientos y emociones, añadiendo muchos discursitos y buenas palabras cuando los excesos proliferan, victimizaciones “a gogó”, pero no se trabaja bien el aprendizaje por parte de los niños respecto de determinados mecanismos efectivos para gobernar la exteriorización de sus emociones de forma ajustada a los parámetros de socialización.

 

Como siempre sucede con el paternalismo –que en ocasiones se representa como disfraz  de autoritarismo- los profesionales de la educación que así actúan reaccionan dando palos de ciego, se alejan de los niños, se refugian en despachos, responden con agresividad y demandan las mismas normas y recursos de control y contención que anteriormente  rechazaron.

 

 

  1. El modelo “taleguero”.

 

El fracaso de los modelos “sensibleros” que, además de ineficaces, quebrantaron muchos centros por la proliferación de conductas indisciplinadas y violentas, originó un movimiento pendular hacia el otro extremo. Con la excusa de asegurar la protección jurídica que las leyes anteriores no garantizaban, surgió entre los colectivos más “progres” una paradójica demanda de una “ley penal del menor”. Una ley de responsabilidad, que posteriormente las autoridades del estado y los reglamentos han aprovechado para justificar su represión punitiva.

 

Pues bien, no solo consiguieron crearla, sino que actualmente se escucha un nuevo fervor popular para que se endurezca. Junto a estas demandas jurídicas, muchos centros comenzaron a implantar medidas de contención, levantando sus muros, colocando alambradas y contratando los servicios de vigilancia jurada, entre otras. Fueron adoptando, muchos de la mano de entidades privadas, un modelo carcelario que hoy día representa prácticamente la totalidad[9] .

 

Este fenómeno tampoco es ninguna novedad. Leamos un poco lo que en los años 30 escribía el psicólogo de la Casa del Salvador de Amurrio –primer centro de reforma de España- P. Vicente Cabanes:

 

“Visitaba yo un establecimiento correccional extranjero. Un modelo de organización. Grandiosos talleres, hermosas y bien cultivadas huertas… …Pero una impresión desagradable no puedo olvidar. Nos acompañaba el director… …En toda la larga visita, tres horas bien cumplidas, ni una palabra de aliento, ni una sonrisa en los rostros. Aquello no era un sitio de educación; aquello era una cárcel[10]”. 

 

En líneas seguidas, Cabanes expone la absurda lucha entre las dos tendencias, que él llama escuelas: la libertaria y la autoritaria: represión

 

Lucha sin razón de ser, porque quien serenamente examine el fin de la educación, no puede menos de tomar un término medio: ni rigidez, ni libertinaje; vida de familia.

 

Vida de familia. He aquí el centro del modelo que estamos exponiendo[11]. La educación afectivo-emocional se desarrolla en el día a día de un contexto natural. Sólo la organización pedagógica de lo cotidiano, con un estilo familiar[12], es capaz de aproximarnos al deseado éxito en la atención educativa de estos menores que, por diversos motivos, suelen carecer de un entorno familiar adecuado.

 

No hay educación afectiva que valga sin vida comunitaria intensa, sin unos modelos adecuados, sin experiencias relacionales equilibradas y satisfactorias, sin un trato humano y cercano, sin sentirse acogido y aceptado como uno es, sin percibir la confianza del otro que entra en tu vida, comprende tus sentimientos y cree en ti, o sin la presencia de un principio de autoridad moral que dé seguridad.

 

 

  1. La educación afectiva en la cotidianidad.

 

Nuestra perspectiva está basada en lo cotidiano. No se trata de una escuela pedagógica, sino de un conjunto coherente de teoría y práctica educativa que la experiencia nos ha enseñado. La rica cotidianidad pedagógica de la atención al niño residente, igual que la vida diaria de una familia, no cabe en una parrilla de objetivos, un registro de habilidades, un método o unas actividades por muy seductoras que resulten.

 

Si algo caracteriza a este trabajo son los cambios. Cambian los menores, las políticas, las normas sociales, los textos legales, los profesionales, las ubicaciones, los contextos de acción… El máximo reto a que siempre enfrentamos es a la adaptación a todos estos continuos cambios sin perder nuestra identidad.

 

Nuestra apuesta es la de que en las instituciones  salga el sol cada día, aunque en el exterior caigan “chuzos de punta”; cada jornada ha de ser un reto, un proyecto educativo propio. Esto no obliga a una total improvisación, sino a disponer de una metodología flexible, arriesgada,  con principios bien establecidos, capaz de afrontar cada paso y donde la participación de todos sea el principal elemento de desarrollo. Instituciones vivas, cuyas sombras de antaño sean borradas por la ilusión que se vive en su interior. Ello se produce a través del vínculo, en el que cada niño tenga una posibilidad de pertenencia a algo o a alguien, que sienta que hay un rincón de expresión y escucha y paulatinamente, al trote iremos organizando todos estos enredos que simultáneamente se transformarán en responsabilidades.

 

“Llegará un día fatídico en que fallezca un educador compañero y espontáneamente en su sepelio comiencen a aparecer adultos que fueron niños y niñas, y que se hicieron hombres y mujeres en las instituciones”,

 

Un viejo dicho del trabajo social y la educación de calle pronuncia que las Instituciones “atontan” a los niños, los desnaturalizan, los extraen de su medio y los incluyen en otro ajeno al particular que acaba por estimularles en otras variables ajenas a sus deseos inmediatos[13]. Ello es lo que precisamente pretende evitar el modelo de la cotidianidad, el tatuaje de la infancia protegida por parte de los centros. Ese difícil punto común entre la libertad y la responsabilidad. Aquí la tarea afectiva será prioritaria, porque de los contrario ¿de qué manera se puede cautivar la mirada de un niño si no es a través de la seducción?. Lógicamente no solo de normas vive el hombre, y el niño tiene que aprender a disfrutar a pesar de los condicionantes que represente su proyección en la escena social.

 

Veamos las líneas básicas de nuestro modo de ilustrar lo cotidiano en los aspectos permanentes que la constituyen.

 

 

  • Ejes principales.

 

  • Creer en el niño, en su capacidad para aprender y para cambiar, sin etiquetar o predecir su futuro -ningún caso por imposible o perdido-.
  • Creer en el profesional educador, en su capital importancia, en sus posibilidades de querer, en su arte de seducir, de compartir y de mejorar día a día.
  • Creer en la educación como medio eficaz para la formación, transformación, socialización y desarrollo integral de la infancia.

 

3.2.      Elementos básicos.

 

  1. La educación contextual.

 

Vaya por delante una definición sencilla y clara:

 

“La educación contextual es el diseño pedagógico de lo cotidiano”.

 

La educación contextual[14] se apoya en la hipótesis, confirmada por múltiples experiencias, incluida la nuestra, de que una adecuada planificación del entorno, el clima emocional, la estructura normativa, los horarios y las actividades, es decir los hábitos entre otros muchos elementos del contexto, poseen un altísimo potencial educativo, mucho mayor que otros paradigmas ostentosos que incluso reflejan estructuras de carácter psicobiológicas ajustadas al aprendizaje, el pensamiento y la motivación.

 

La adquisición de actitudes de conducta, convivencia y trabajo, sólo se afianza cuando forman parte de lo habitual, de lo normal y corriente, del diario. Es decir,  realizar la actividad de cepillarse los dientes después de comer y no cuestionarse el por qué, o determinados actos reflejos como el de estornudar y cubrirse la nariz con un pañuelo. La educación contextual al fin y al cabo ha de surgir como un acto cotidiano. La educación es inherente a uno mismo; como conducir, que cuando se adquiere el hábito mecaniza las acciones.  En los ambientes naturales, como la familia, no se realizan talleres ni cursos para aprender reglas de conducta, ni para saber convivir, ni para corresponsabilizarse de las tareas domésticas, ni para aprender a querer, ni para asumir determinados valores.

 

Estos aprendizajes se producen por ósmosis, por contagio, por mimetismo, por modelado, en la cotidianidad, que es, por naturaleza, vivencial, acompañada, no reglada, espontánea, y repleta de novedades e imprevistos. La vida diaria ordinaria es la gran escuela del ser, estar y actuar. Este esquema es especialmente aplicable a la educación afectiva y emocional, que rehuye toda artificialidad.

 

Para ello, todos los elementos del contexto están diseñados con un estilo lo más familiar posible. Los niños adquieren hábitos de limpieza, higiene y orden, y se acostumbran a relacionarse con respeto y a resolver sus conflictos, con normalidad y naturalidad, a lo largo de la jornada cotidiana, con la supervisión, instrucción y colaboración de los profesionales educadores que acompañan su proceso de desarrollo y modelo de imitación.

 

“Se dará el caso que en un centro o institución de acogida, se destine un tiempo de la mañana del sábado a ordenar y clasificar los juguetes de la sala de juegos. Si el educador no colabora con los niños y muestra sus destrezas en tal actividad, estos nunca podrán imitar su modelo y dejará pasar la extraordinaria oportunidad de ser referencia para convertirse exclusivamente en soberano”.

 

De esta forma, la institución se convierte en un gran taller de aprendizajes vitales. Cualquier momento es válido para aprender; “desde lavarse las manos antes de comer a barrer las pipas que quedaron en el suelo, tras la peli que el viernes por la noche vimos todos juntos”. Estos espacios, han de servir como importante ejemplo para el niño, a modo de imitación de su educador, y éste aprovechará estos maravillosos instantes para enseñar, estimular, corregir y suscitar aprendizajes. Así organizado, es la institución misma, con sus estructuras, sus dinámicas, sus horarios, su clima afectivo, su estilo relacional y, sobre todo, con las personas que lo componen, el que educa.

 

 

  1. El profesional educador como recurso y método.

 

El verdadero factor que asegura el éxito de toda empresa educativa es el profesional educador en su relación con el niño. Los mejores métodos y programas acaban fracasando sin unos buenos educadores. De la misma forma, un programa mediocre, puede arrojar magníficos resultados en manos de educadores motivados, formados y avezados[15].

 

Ningún método o recurso es capaz de llegar al interior del niño, ni de ayudarle a reorientar sus emociones y afectos, sus conceptos sobre la realidad y su propia vida, como el referente educativo que tiene ante si, con su presencia cercana, su empatía y su interés por su realidad, en definitiva, con su implicación patente.

 

Parafraseando las palabras del filósofo y educador canadiense Marshall McLuhan[16], que acuñó la famosa frase “el medio es el mensaje”, estamos convencidos de que en educación ese medio es el educador. Por tanto el mensaje, aquello que de verdad llega al niño, es la propia persona de su educador. La personalidad se va a convertir en importante fuente de referencia y en devenir de su proceso. El impacto que el profesional educador cause en el niño va a condicionar la relación educativa[17].

 

Siendo de tal envergadura la figura del educador, la mera formación académica es necesaria, pero no suficiente. El educador especializado en infancia necesita poseer y desarrollar una serie de habilidades y cualidades humanas indispensables. Sin ellas, no sólo no educará bien, sino que él mismo no tardará mucho en sentirse decepcionado con su trabajo, provocando en sí mismo y en los demás estados de contradicción  que estimularán su abandono.

 

Se trata de aspectos como “carisma” y “vocación”. Se podría prescindir de los vocablos pero nunca de su contenido. Llamémoslo motivación profunda, sensibilidad social, implicación personal… No puede educar quien no desarrolla sus inquietudes ante la educación y quien no se vincule afectivamente hacia el niño que tiene ante si. Con el término “carisma”[18] sucede lo mismo: podemos cambiar la palabra, pero su contenido es, en educación, ineludible. El educador requiere un conjunto de cualidades, capacidades y habilidades, ahora llamadas competencias, sin las cuales jamás llegará al niño. Apenas logrará quedarse en la superficie y su trabajo será ineficaz e improductivo.

 

La educación es una relación humana, pero una relación de calidad, en la que todas las partes implicadas aprenden y se enriquecen mutuamente. La relación educador-menor, en suma, es el centro de gravedad de todo proceso educativo y como tal ello servirá de epicentro de todas las actividades en común.

 

Al respecto, es ilustrativo el estilo relacional del psiquiatra norteamericano William Glasser, que se plasma en su “reality therapy” o terapia de la realidad e ilustra la forma en que los profesionales educadores han de construir el clima de convivencia de las instituciones:

 

“Muchas veces, los jóvenes profesionales están ansiosos por encontrar la “técnica” o “técnicas” adecuadas para la educación o reeducación de los menores. Pero olvidan que más allá de las técnicas, ellos mismos son modelos de comportamiento y de orientación hacia el mundo. Su propia persona es la “técnica” que andan buscando. Se impone, por tanto, saber cómo han de establecerse las bases para el trato de siempre, cómo han de responder ante las provocaciones, las quejas, etc. Y todo ello en los momentos y espacios de la vida cotidiana, no sólo en talleres de habilidades sociales u otras actividades especializadas”[19].

 

 

También son muy relevantes las palabras que Valentín Jauzarás, primer director de la “Colonia San Vicente Ferrer” de Burjassot (Valencia), escribió ya por los años veinte[20]:

 

“No somos exclusivistas con ningún método, porque cualquier método será aceptable con tal de que haga intervenir continuamente y en relación mutua, al maestro y a sus discípulos. Muchísima más importancia tiene en la obra de la educación, según mis escasas luces, el factor maestro, que el método”.

 

Toda educación precisa que el  profesional educador “conecte” emocionalmente con el educando. Ello le permite desarrollar en el niño sentimientos de seguridad y autoestima, acompañados de una relación de confianza, no sólo respecto a sí mismo como educador, sino también respecto al centro y a su oferta de proporcionarle ayuda personal eficaz. Así, el educador ha de estar “enchufado” a su tarea educativa, no a modo de control sino desde la operativa de supervisión y en contacto y atención directa con el medio.

 

Este lugar central que ocupa la figura del educador no es fácil de definir en un programa, porque es mucho más un talante que una técnica. El educador requiere de su propio estilo. Es importante la exclusividad en el aspecto educativo; es decir, provocar ser único para alguien. Se necesita emplear su creatividad y su sentido común para, en cada momento, encontrar el gesto, la palabra y la acción más adecuada. Necesita caminar con discernimiento en un justo equilibrio entre afecto y autoridad, entre la orden y el consejo, en ocasiones la voz y en otras en silencio en constante simbiosis en el trato con los niños.

 

Vamos ahora a trazar los elementos básicos que configuran el ser, el estar y el actuar del educador capaz de llevar a cabo con eficiencia nuestra “pedagogía de la cotidianidad”:

 

  • El modelado.

 

Para bien o para mal, el educador es siempre un modelo de persona ante el educando, es el medio y el mensaje educativo. Todos aprendimos nuestras actitudes iniciales ante el mundo y la vida a través de la emulación, contagiados por los comportamientos que hemos visto en las personas que hemos considerado valiosas.

 

El reforzamiento “vicario”, aquello que en la conducta de los demás vemos que les resulta eficaz, tendemos a copiarlo e incorporarlo a nuestro propio repertorio conductual. Las consecuencias deseables que observamos que otros reciben por su conducta, nos impulsa a copiarla para obtener nosotros mismos idéntica recompensa.

 

El niño, por tanto, necesita convivir con personas portadoras de las actitudes y valores que necesita aprender para su socialización. No se exige, ni una perfección absoluta, ni una uniformidad de estilos de vida, ya que la diversidad en la educación es un repertorio más que enriquece la tarea cotidiana, pero sí necesita de algunas condiciones indispensables.

 

El educador ha de presentar una personalidad seductora y coherente del mundo y de la vida que sea capaz de responder con global eficacia a las exigencias básicas que nos constituyen como personas humanas, incluidas las afectivas. Los niños, como todo ser humano, necesitan ver en sus educadores modelos vivos, dinámicos y activos que les animen, orienten y ayuden a resolver sus necesidades vitales.

 

  • La coherencia y la consistencia.

 

La coherencia alude a la coincidencia entre lo que se dice y lo que se hace. Esto no exige la impecabilidad del educador, ya que tal cosa no existe y en tal caso que ocurriese podría desvirtuar el margen de error que todos tenemos. El niño acepta bien que su educador yerre, puesto que así percibe que quien tiene delante no es un modelo inalcanzable, sino una persona como él, con aciertos y errores, pero necesita que refleje una línea general de vida íntegra y valiosa. El educador puede fallar, pero nunca devaluar la norma para justificar sus errores. Además de ello, es importante que el educador sepa disculparse, para que el niño aprenda que pedir perdón es una acción humana y común alejándose de estereotipos maniqueos en los que no existe término medio.

 

La consistencia hace referencia a mantener los criterios básicos de actuación a lo largo del tiempo, sin cambiarlos según los estados de humor. Es un hecho que los acontecimientos del día a día y nuestros estados de ánimo influyen en nuestra forma de tratar a los niños y en la mayor o menor intensidad con que aplicamos las normas. Hemos de reconocerlo y luchar contra ello, pues en ocasiones el trabajo con los más vulnerables condiciona el sentir de la persona humana.

 

Una cierta flexibilidad es necesaria, para ajustar nuestras actuaciones a la cambiante realidad de la Institución. Lo inaceptable son las variaciones extremas y frecuentes, que un día dejan pasar cualquier falta por alto y, al día siguiente, por el mismo hecho, hacen caer sobre un menor la ira personal y toda la artillería pesada del régimen sancionador. Estos modelos ambivalentes, son principales responsables de “marear” a los niños. El educador ha der elástico pero nunca deberá estirar la goma más de lo que pueda dar de si; ese difícil cálculo recae directamente sobre el autoconocimiento que se tenga de uno mismo.

 

Especial mención en este apartado merece la consistencia como equipo. Cada educador posee ideas, criterios, sentimientos y estilos propios. La diversidad es una riqueza. Sin embargo, el bien educativo de los menores exige que los educadores sean capaces de asumir unas bases mínimas de actuación compartidas. La competencia para el trabajo en equipo es imprescindible en educación. Si queremos imitar modelos de intervención familiar sanos, habremos de respetar la opinión diferente del compañero durante tal o cual intervención, delante y detrás, pues de lo contrario estableceremos alianzas peligrosas que posteriormente son difíciles de reconducir

 

“Puede generarse la situación que durante la comida, tras haber sido advertidos los niños en diferentes ocasiones del follón organizado, un profesional educador se ponga a gritar en medio del comedor y castigue desproporcionadamente. El compañero de turno que no está de acuerdo con tal medida habrá de resolver con el anterior de manera dialogada y a posteriori tal situación, evitando entrar en polémicas y valoraciones con otros niños presentes durante el suceso”.

 

  • La presencia y cercanía emocional.

 

Podría existir una “formación no presencial”, pero no hay educación sin la presencia del educador. Es una cuestión de cantidad y de calidad. En los centros, la cantidad está asegurada, aunque no siempre, ya que el tiempo que comparten los educadores y los menores suele ser muy amplio, mucho mayor que en la mayor parte de las familias. El caballo de batalla está en la calidad. A veces, encontrar un momento para sentarse y hablar se convierte en principal objetivo de la semana, y debemos recordar que esto es lo más importante, encontrar espacios para la reflexión.

 

La filosofía y la práctica que caracteriza éste estilo educativo es la presencia continua y la cercanía emocional, la implicación real en la vida del niño, en sus alegrías, en sus momentos de sombras, en sus logros y en sus fracasos, en sus problemas concretos. El educador ha de acercarse al mundo afectivo y emotivo del niño para ir descubriendo sus dudas, sus titubeos, sus dificultades para extraer lo positivo de si mismo para transformar su realidad. Es un proceso lento, costoso y a largo plazo que el mañana rescatará su recompensa.

 

Nuestra postura se distancia mucho de las lógicas cada vez más evidentes que se reproducen, del “educador de despacho” el cual operativiza a base de proyectos y estándares basados en la calidad el devenir de la infancia sin advertir lo más importante, el estar y el sentimiento. Si carecemos de “feelling”, nos estamos perdiendo algo en el camino y habrá que salirse a los márgenes a buscarlo.[21]

 

 

  • El trato respetuoso.

 

No se puede esperar respeto por parte de aquel que no es respetado. A los niños desprotegidos no se les puede dar en las residencias lo mismo que ya han recibido en sus familias, en las escuelas o en la calle: desprecios, mofas, abusos, maltrato, insultos, humillaciones y desvalorizaciones. Deben sentirse tratados como personas, con la dignidad que ello supone.

 

Existen extremos de trato inaceptables, que hay que evitar:

 

  1. El código de barras.

 

Si, un conjunto de números que nos define a la perfección el tipo de producto que tenemos ante nuestros ojos. Muchas veces, el mal endémico de la infancia lo configuran los expedientes; esos códigos infranqueables que prácticamente a las primeras de cambio definen el transcurso y desarrollo vital. La primera impresión que nos llevamos al conocer a una persona influye en nuestra percepción global de la misma, incluso a través del tiempo. Este fenómeno es normal, pero en educación requiere un especial cuidado. La impresión que un niño nos causa en el momento del ingreso en la institución es importante, porque nos ofrece una inestimable información sobre la forma en la que se enfrenta a la nueva situación, las respuestas propias, su capacidad de observación y de ajuste, pero no podemos permitir que ello se convierta en factor determinante.

 

Los prejuicios y estereotipos, son distorsiones que nos conducen al fatídico etiquetaje del niño, que le priva de uno de sus derechos fundamentales y de la mejor sus potencialidades educativas: la posibilidad de cambio. Un buen educador siempre cree en los menores que le son confiados, se entrega en sus posibilidades de aprender, rectificar y reordenar su vida. La experiencia nos dicta que un niño difícilmente desarrolla sus cualidades y rectifica sus errores si nadie cree que puede hacerlo.

 

A veces, los educadores veteranos se jactan de tener un “ojo clínico” que permite vislumbrar cómo es un muchacho apenas verlo. Muy bien. Pero jamás debemos permitir que estos “diagnósticos a bote pronto” se conviertan en etiquetas inmutables que acompañen al menor durante toda su estancia junto a nosotros. Es bueno reconocer que nos equivocamos, y lo es también hacérselo saber al niño cuando nos demuestra con su actitud que es responsable y se puede confiar en él. Hemos de estar siempre abiertos a la posibilidad humana de errar  y a las infinitas potencialidades del niño.

 

Aún peor que un etiquetaje particular es el hecho, no pocas veces observado, de que un profesional trate de contagiar sus impresiones al resto del equipo, colgándole un sambenito colectivo que paraliza totalmente la intervención educativa. No solamente las características negativas, sino también las positivas  provocan que en ocasiones dejemos de compartir espacios con el niño. Esta actitud, que muchas veces esconde una excusar ante el fracaso con un caso concreto, no es admisible en ninguna institución de menores. En ocasiones es necesario que sucedan hecho insólitos para que se le preste atención adecuada, pero cuando esto ocurra será importante no sobredimensionar el hecho para que no condiciones el proceso del niño.

 

                             “Iván era un niño de diez años, de grandes ojos brillantes, mirada tierna y una voz sensible. Su padre ingresó en prisión dado que no pudo sobreponerse al abandono de su mujer y madre de sus hijos. El padre de Iván empezó a caer en los tentáculos de la droga y la delincuencia hasta que la respuesta punitiva del estado cayó con todo su peso sobre él. Iván llegó a la institución solo, ya que sus tíos acogieron a su hermana pequeña Alba. Iván era bondad pura y concentrada. Su mirada incandescente de no haber roto un plato fue contagiando con sus afectos al resto del equipo educativo. De repente al medio año de estar en la institución, empezó a desenmascararse otro Iván, del que nos habían llegado por otros niños algunas informaciones de sus fechorías y que por cualquier causa siempre acababa responsabilizándose otro niño. Una de las salidas de fin de semana al camping con sus tíos, supimos que Iván intentó asfixiar a su hermana dos años menor que él con una bolsa de plástico. En el momento in fraganti, el menor respondió recubierto de odio y sin emociones latentes ¿Por qué ella y no yo?. Éste hecho provocó por un lado, que parte del equipo le tildara de frio, psicopático y otro grupo de  hecho gravísimo por lo que habíamos de tomar medidas de control exhaustivo sobre otros niños, planteando incluso el control total de la vida del niño por parejas educativas. El grupo de profesionales se posicionó en extremos difícilmente salvables que paulatinamente se fueron aproximando acotando las distancias con Iván. Este hecho se logró reflexionar con el niño y valorar esa ausencia de capacidad en la comunicación y en el modo de resolver sus problemas como una característica negativa que había de autorregular. Al equipo educativo le sirvió como excelente práctica de autoconocimiento a los efectos de evitar cualquier prejuicio o valoración previa ante los casos y las circunstancias de los niños, porque cada caso es un mundo y cada mundo una dimensión diferente”.  (Hoy día Iván tiene 20 años, y recuerda aquel suceso como un hecho aislado, que le sirve para encender la alarma cuando le resulta complejo definir sus emociones)

 

No hay ningún menor que sea un caso perdido. Muy deteriorada tiene que estar una persona psíquicamente para que no sea posible encontrar en ella un lado positivo, algún punto fuerte o sensible, algún resorte que tocar para ayudarle. Quizá carezcamos de la competencia o los medios necesarios para hacerlos aflorar, pero eso es una limitación nuestra, no del niño.

 

  1. El “colegueo”.

 

Consiste en tratar de congeniarse con los menores intentado ser uno más de ellos, adoptando su lenguaje, modo de vestir, estilo de vida… Además de ineficaz, esta forma de actuar es absolutamente ridícula y esperpéntica. Es el equivalente al padre de familia que pretende ser “amigo” de sus hijos, dejándolos huérfanos en vida. Un hijo necesita un padre y un educando un educador.

 

“En una ocasión Vanessa, recién cumplidos los once años, durante una sesión de tutoría me contaba que los fines de semana se iba con su madre de fiesta, y que cuando a ella le entraba sueño su madre la mandaba al coche, para ella seguir flirteando con otros hombres. El caso, es que ello a Vanessa no le hacía muchas gracias, pues prefería quedarse en casa viendo la tele. Pregunté a Vanessa si le importaba que hablara este tema con su madre, ofreciéndome viabilidad para ello. Ángela, la madre de Vanessa, había sido madre soltera con a penas dieciséis años, y claro con veintisiete se encontraba en la flor de la vida. Ángela era de Vic, pero por motivos laborales se había mudado de ciudad careciendo de familia extensa que pudiera supervisar a su hija cuando ella no estaba en casa. Tenía a Vanessa  ingresada en un centro de acogida pues había solicitado ayuda a los Servicios Sociales y estos le ofrecieron una institución de lunes a viernes para que Vanessa pudiera ir a la escuela y continuar con su formación. Durante la sesión tutorial, Ángela intentaba convencerme de que el tiempo que estaba perdiendo con su hija, pretendía recuperarlo a base de compartir espacios de ocio, socialización y explicaba su propia experiencia de vida trasladada a su hija. Para ella su hija no era tal, sino que la veía más como una hermana que siempre quiso tener, a la que contaba sus aventuras y desventuras, y sobre la que en ocasiones quería imponerse pero a la que le costaba poner normas porque quería educarla aprendiendo de sus errores. Es necesario que los padres se cuestionen que quieren de sus hijos; si presente o futuro, quizá ahí se encuentre el quid de la cuestión”.

 

 

El educador debe “saber estar en su sitio” y combinar su cercanía emocional con su autoridad. La relación educativa se produce entre personas iguales en dignidad y derechos, pero desiguales en funciones, responsabilidades y autoridad. El educador está con los niños pero no es uno más de ellos. Su ascendiente y liderazgo moral sobre el grupo es absolutamente esencial.

 

  1. c) La humillación y discriminación.

 

La necesaria cercanía afectiva hacia los menores no impide que se les exija el cumplimiento de unas normas básicas, ni que sean reprendidos o sancionados cuando es necesario. Lo que no es de recibo es caer en el extremo del trato despótico, vejatorio y/o discriminador. Estas formas están prohibidas y desterradas por ley penal y por imperativo pedagógico.

 

Cuando el educador corrige, debe hacerlo con autoridad y firmeza, pero siempre con respeto, haciendo valer su posición desde una perspectiva educativa, sin humillar ni agredir jamás al educando, ni de palabra ni de obra. Si es preciso contener alguna conducta violenta de un menor, debe hacerse sin perder el autocontrol, con actuaciones y fuerzas mesuradas y ajustadas a la regla de proporcionalidad que exige el derecho a la legítima defensa.

 

 

  • La escucha activa.

 

No existe educación sin conocer a fondo al menor y sin establecer con él una comunicación fluida. Las pruebas psicotécnicas y las técnicas de observación, proporcionan valiosa información sobre la infancia, pero nada nos adentra más y mejor en el mundo interior de una criatura que la escucha activa. ¿Quién mejor que el propio menor, en una conversación espontánea y relajada, para abrirnos su interior?

 

Sin una actitud de escucha que aliente al niño abrirnos poco a poco su corazón y sacar afuera sus pensamientos, sentimientos, inquietudes y anhelos, las demás técnicas resultan insuficientes[22]. El educador debe hablar con los menores, debe ofrecer orientaciones, consejos, indicaciones, órdenes… Pero es difícil que su palabra resulte precisa y ajustada si antes no escucha al niño. Posteriormente habrá de discriminar aquellos elementos valiosos de otros intoxicados, para viabilizar acciones productivas que motiven nuevas informaciones y estados relativos al niño.

 

La escucha es mucho más que el hecho pasivo de oír. Para remarcar el verdadero sentido de la escucha se utiliza la expresión “escucha activa”. Este tipo de escucha supone una actitud de interés real hacia el interlocutor. No se escuchan sonidos o palabras: se escucha a la persona. Escuchar requiere salir de uno mismo para acudir en busca del mensaje y, sobre todo, del ser humano que lo emite.

 

Escuchar exige hacer consciente a nuestro interlocutor de que estamos atendiendo, captando y comprendiendo su mensaje, que nos interesa lo que quiere decirnos, que nos interesa él mismo. Para ello es preciso establecer un “feed-back”, un circuito cerrado en el que fluya la información y que únicamente trascenderá aquella en la que los usuarios se sientan “conectados”.

 

Aquél que no se siente escuchado, tiende a no hablar, se retrae y se encierra cada vez más en sí mismo. La autoestima empieza por aquí, por la capacidad que uno entiende que va dirigiendo hacia el otro: “Si no soy importante para los demás, tampoco lo soy para mi”. Si sus intentos de comunicarse no son reforzados, se extinguen. Realizar esta retroalimentación no es excesivamente complicado. Bastan pequeños mensajes de retorno, como mirar a los ojos, asentir con la cabeza, decirle “sí”, “entiendo”, “ya”, “claro”, “comprendo” y otras palabras semejantes, que no tienen contenido específico, pero que indican que se está atendiendo.

 

 

  • La empatía.

 

Una definición genérica de la empatía podría ser:

 

“Capacidad de ponerse en el lugar del otro, para comprender sus pensamientos y sus sentimientos, no desde nuestras propias posiciones, sino desde las del otro”[23].

 

Como otras habilidades que estamos explicando, no se trata de una cualidad innata, sino de una competencia que se aprende y se desarrolla. Todos los que trabajamos en atención directa a la infancia tenemos el deber de adquirir y mejorar nuestra capacidad empática. Sin ella, nuestro conocimiento del niño siempre sería superficial, porque quedaría referido a nosotros mismos, no al menor. Sin la empatía sólo veríamos nuestra propia imagen reflejada en el otro y ello no es una buena estrategia de diagnóstico ni de intervención.

 

Sin empatía, además, es imposible establecer relaciones afectivas de calidad y ganarnos la confianza, porque el menor, aunque percibiese nuestras buenas intenciones de ayudarle, se daría cuenta de que andamos por las nubes y de que no nos enteramos de la auténtica identidad y profundidad de sus problemas. Se sentirá incomprendido y muy distanciado. Podrá llegar a creer en que actuamos de buena fe, pero nos tendrá por unos completos inútiles para prestarle ayuda. La cercanía como mencionábamos atrás, nos servirá de excelente estrategia para adentrarnos en el perimundo de los niños pero requeriremos de empatía suficiente para identificar el momento en que el niño baje la barrera y no permita acceder a su terreno. Si identificamos adecuadamente esta señal, estaremos afianzando su confianza dado que habremos interpretado adecuadamente su proceso. Con ello, queremos decir que debemos respetar los tiempos y los tempos.

 

Asimismo, es importante subrayar que la empatía no es sólo una cualidad que debe desarrollar el educador, sino también algo que debe enseñar a los menores. Los estudios psicológicos y la observación de los menores atendidos en instituciones[24], de una forma consistente año tras año,  que gran parte de los casos manifiestan una clara dureza afectiva que revela, entre otras cosas, un déficit de empatía.

 

Muchos de estos menores, que suelen haber sufrido serias carencias afectivas, han desarrollado poco la sensibilidad hacia los sentimientos ajenos. Esta es una de las principales causas de su frecuente comportamiento disocial: no perciben bien el mal que hacen y el malestar que ocasionan a otras personas. Por eso no se consideran culpables, sino que su postura tiende siempre al victimismo, la justificación de sus comportamientos o ala mala fe del otro. Actúan culpabilizando de todo a los demás o a su mala suerte, victimizándose como efecto dispersivo de ausencia en la asunción de compromisos.

 

“Se dará el caso en que a un niño le expulsen del colegio porque haya insultado y amenazado a una profesora y éste se justifique diciendo que lo que la profesora buscaba era que le insultara para poder aprovechar este comportamiento y así justificar su expulsión”

 

Frente a estas carencias, la empatía constituye uno de los faros más importantes que orientan la conducta de forma socializada, ya que tiende hacia una correcta y sensata consideración hacia las ideas y sentimientos de los demás. Comprender que sus actos producen bienestar o malestar a los demás y compartir sus sentimientos como si también fueran propios, alienta a los menores a procurar el bienestar ajeno. Es un primer paso hacia la madurez ética y moral y la construcción de valores personales.

 

  • La participación.

 

Todo lo expuesto quedaría obsoleto en su aplicación concreta en la vida cotidiana de la institución, si los educadores se mantuviesen como meros espectadores o sólo como guías u organizadores de las actividades. Es lamentable ver, en alguna ocasión, a los menores trabajando y a algún educador poco digno de tal nombre sentado tan tranquilo, “mirando la obra” como si estuviese anticipadamente jubilado.

 

El educador no debe permanecer pasivo mientras los menores realizan sus actividades. Sabiéndose modelo para los jóvenes, siempre debe participar en lo que éstos hacen. Su actitud es doble: mientras organiza, dirige, observa, controla y evalúa las actividades, participa de modo activo en las mismas. Es observador-participante  y conductor-participante, sin perder su estatus de autoridad.

 

                                               “Recuerdo una ocasión cuando estudiaba trabajo social en la universidad, que durante mi periodo de prácticas acudí a aun centro de menores pues había quedado con el director para realizarle una entrevista. Al llegar al centro me atendió la conserje y me dijo que esperara en el jardín. Allí, in situ, estaba un señor con pantalón de vestir arremangado hasta la rodillas con una camiseta interior de tirantes y zapatos mocasines negros rodeado de un montón de chavales en la aventura de intentar desmontar una hélice de la cortadora de césped para terminar la faena. Resultó que el hombre del pantalón arremangado era con el que había de entrevistarme”.

 

Uno de los conceptos que debemos transmitir a todos los menores acogidos es que el centro o la institución, igual que un hogar, es de todos. Deseamos que se sientan como en su casa, pero no en un hotel, no en la forma pasiva que se observa en tantas familias, sino adquiriendo conciencia de la necesidad de corresponsabilizarse de su cuidado, su imagen y su conservación. La implicación activa de los educadores, como parece lógico suponer, es en esto fundamental.

 

Qué distinto es que el educador diga al educando “¡haz esto!” a que le diga “¡hagamos esto!”. Son dos estilos educativos radicalmente distintos. Ambas expresiones son imperativas y conllevan la autoridad del educador. Pero la primera lleva la connotación de una autoridad meramente formal, derivada del estatus profesional de superioridad. En cambio, la segunda es portadora de un principio de autoridad mucho más aceptable y eficaz: la autoridad moral.

 

La autoridad del educador, de esta forma, no procede ni de su estatus, ni de un mero encontronazo de fuerzas, sino del respeto e incluso la admiración que produce ante el educando la figura del educador. El niño ya no obedece “porque sí”, sino que acoge con gusto las indicaciones de su referente, ya que ha percibido en él o ella una persona que vale la pena, que en verdad quiere y puede ayudarle, un adulto en quien confiar y de quien aprender.

 

  • La desdramatización.

 

La vida cotidiana en un centro, repleto de niños diferentes con carencias materiales, afectivas y educativas, no es nada fácil. Los momentos de tensión y fricción se producen y los profesionales necesitan desplegar competencias para la resolución de conflictos, de forma que estas situaciones no se conviertan en altercados más serios. Una de esas habilidades es la capacidad de desdramatizar.

 

Las ciencias psicológicas, sociales y de la educación nos aportan muchas estrategias más o menos válidas para encauzar los comportamientos de los menores. Sin embargo, los manuales hablan poco o nada de la desdramatización de las situaciones, práctica muy natural y eficaz para desactivar infinidad de situaciones de conflicto.

 

No hablamos de una técnica, sino más bien de un estilo, de una forma de estar y hacer del educador. Desdramatizar las situaciones conflictivas no consiste en hacerse el gracioso, ni hacer chistes de todo ni ser mordaz, cáustico o satírico con los menores, ni de reírse o burlarse de nadie. El educador puede y debe saber reírse con el menor, pero jamás reírse de él. La diferencia de matiz es abismal.

 

“Llegará el día que uno de los crios que tenemos acogidos, espere ansiadamente la visita de su madre y que esta, por cualquier causa no acuda a la cita prevista. El niño quedará angustiado por este suceso, pero rápidamente la agudeza del trabajador social descubrirá  esta situación, accediendo al parque donde se encuentran los niños, provocando con agudeza un previsto y controlado accidente en su bajada del tobogán. El hecho, provoca la carcajada general de los niños y del profesional, aprendiendo con ello a reírse saludablemente de sus propias experiencias y como medio para romper el impacto del drama”.

 

De la misma forma, el profesional educador puede y debe fomentar que los niños se rían con él, pero jamás de él. El educador, en el ejercicio de la desdramatización y del empleo del sentido del humor, nunca debe perder la dignidad y la autoridad y convertirse en el hazmerreír de los menores. Si esto sucede, su acción educativa está perdida.

 

Se trata más bien de utilizar, en el momento y lugar oportunos, la salsa de una pizca de buen humor, que permita restar importancia a la supuesta gravedad de los posibles agravios que están sucediendo y positivizar la situación. Si, ante un conflicto, el educador consigue arrancar una sonrisa, el problema se extingue con inusitada rapidez.

 

Para finalizar, nos gustaría hacer una reflexión en torno a una “pedagogía” que, desafortunadamente, se está exigiendo desde las administraciones públicas e implantando, incluso desde los centros mal conceptualizados de protección. Nos referimos a la “pedagogía del control y la  barrera”, un modelo basado en la seguridad que aleja al niño de la normalización educativa, y lo que es más grave naturaliza y normaliza estas actuaciones en contextos total y absolutamente desconcertantes. Nadie tiene en su casa un vigilante a turnos y si lo ha, es por cuestiones nunca vinculadas con la educación. Bastante sufren los niños cautivos en las prisiones que acompañan a sus madres presas los primeros años del ciclo vital como para que sigan encorsetados y cautivos de un estilo educativo que valora la importancia de la seguridad y el control frente a la naturalización de espacios y la posibilidad del conflicto con el profesional para desarrollar la relación educativa, los estadios emocionales y la dimensión de los afectos. Una receta de humanidad siempre es positiva para cualquier espacio en el que las relaciones configuren el eje vertebrador de toda actividad.

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

 

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[1] Profesor del Departamento Trabajo Social y Servicios Sociales. Universidad de Valencia.

J.Javier.Navarro@uv.es

 

[2] Psicólogo y Maestro de Primaria. Director del Centro de Recepción de Menores “Monteolivete” de Valencia. Consellería Bienestar Social. Generalitat Valenciana.

Mpuigagut@gmail.com

 

[3]La educación del sentimiento conforma uno de los principales ejes de proyección humana. El trabajo social como disciplina integradora de diferentes artes, se erige como principal referencia y desde aquí ha de partir todo proceso de construcción personal, que conlleva a la aceptación del diferente como parte del propio proceso. Morin, E. Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. Cooperativa Editorial Magisterio, Bogotá, 2001.

[4] En este sentido Howard Gardner realiza con majestuosa sencillez una reflexión en torno a los estilos de vida en conexión con el conocimiento que ello ha de implicar para estar ajustado a la realidad que exigen determinadas formas de relación.  Gardner, H. Inteligencias Múltiples. Paidos, Barcelona, 2003.

[5] Forés, A.;  Grané, J. La Resiliencia. Crecer desde la Adversidad. Barcelona: Plataforma Editorial. 2008.

[6] Esta nueva construcción del término que colaboró en la evolución y el desarrollo del trabajo social y las disciplinas de proyección humana. En Ander-Egg, E. Servicio Social para una Nueva Época. Euroamérica, Madrid, 1972.

[7] Nos referimos a vaivén, como corriente, como proceso de ida y vuelta caracterizado por la irregularidad en el movimiento, no solo dependiente de los propósitos de uno sino de aquellos ajenos que quedan vinculados  y que ocasionalmente adquieren más fuerza que los particulares.

[8] Utilizaremos el concepto en género masculino, porque la actividad profesional ha ido configurando nuestra intervención mayoritaria hacia este perfil; si bien, las experiencias afectivas con niños o niñas no suponen una dimensión diferenciada  sobre la que además no deseamos polemizar.

[9] Decimos que este modelo carcelario es predominante porque son escasos los recursos institucionales  de las administraciones cuya orientación resocializadora continúe apoyándose en criterios para la proyección educativa de la infancia, apartando elementos de punición que condicionan las intervenciones. Pero lo peor de esto no solo es que estos nuevos formatos de atención a la infancia quedan aparcados para el baúl de la reeducación, sino que han sido exportados a otros territorios definidos como instituciones de protección del estado. El modelo del “segurata” no puede ni debe imponerse ante los criterios de educación, de lo contrario hablemos de represión, de castigo y de desprotección.

[10] Cabanes Badenas, V. Observación Psicológica y Reeducación de Menores. Ediciones Surgam. Madrid, 1983.

[11] En este sentido la experiencia educativa de la Residencia – Granja Escuela Luis Amigó de Villar del Arzobispo, se erige como modelo pedagógico de referencia. La vida familiar de las instituciones intenta asemejarse a la de la familia nuclear, en la que cada miembro representa funciones, derechos y obligaciones ajustadas al rol que desempeña.

[12] Ello se  visualiza nítidamente en Arive Arlegui, J. Quiero ser feliz. Martin Impresores. Valencia, 2004.

 

[13] Instituciones macro que implementaban las principales propuestas de principios de Siglo, reflejan esta línea de intervención basada en la proliferación de centros como base operativa de casi cualquier proceso educativo humano. Estas críticas se hacen manifiestas cuando el individuo no es capaz de naturalizar en su medio de referencia, las habilidades adquiridas durante el proceso de institucionalización. Puede analizarse en Duschaztky, S (Comp). Tutelados y Asistidos. Programas Sociales, Políticas Públicas y Subjetividad.  Colección Tramas Sociales. Paidós, Buenos Aires, 2003.

[14] Podemos analizar estas variables  en Freire, P. La educación como práctica de la libertad. Madrid, Siglo XXI. 1989.

[15] En este sentido podemos analizar la propuesta educativa de Don Bosco, analizada detenidamente por Cian. L. El Sistema Preventivo de Don Bosco y las líneas maestras de su estilo. Editorial CCS. Madrid. 1997.

[16] McLuhan, M; Fiore, Q.; Angel, J.  Medium is the Massage. An Inventory of Effects. Gingko press, 1967

[17] Se aborda esta relación de continuas sinergias en Tarin, M y Navarro, JJ. Adolescentes en Riesgo. Casos Prácticos y Estrategias de Intervención Socioeducativa. Editorial CCS. Madrid. 2006. Págs. 185-223.

[18] El desarrollo de este concepto es imprescindible en la óptica filosófico pedagógica de la Congregación Religiosa de los Terciarios Capuchinos, cuyo ideario se basa en la atención socioeducativa a infancia marginada en sus más de 120 años de historia. Puede este precepto claramente observarse en Vives Aguilella, J.A. Identidad Amigoniana en Acción. Ediciones Funlam, Medellin. 2000

[19] Puede verse en Garrido Genovés, V. Principios de Criminología. Editorial Tirant lo Blanch, Valencia, 2006.

[20]EI educador competente conoce perfectamente que el niño no ha de ser ente meramente “pasivo” en su educación, sino al contrario ha de hacerle protagonista de su propio proceso para que se convierta en agente vivo de su educación, y esa será el verdadero método, la mimesis de su estilo de vida, la acción discreta y respetuosa del maestro que no “mata” la individualiaidad y personalidad del niño, sino que construye a partir de sus propias circunstancias. Más referencias en este sentido pueden encontrarse en Pastor Bonus nº 12. Número Extraordinario sobre Textos Pedagógicos Amigonianos, dedicado al P. Valentín María de Torrente (Valentín Jauzarás). Reedición Impresa de la Crónica de “Adolescens Surge” del año 1933. Sociedad Anónima de Fotocomposición, Madrid, 1993.

 

[21] A través de experiencias de la intervención podemos descubrir qué hay al otro lado, cuando de la búsqueda no se obtiene respuesta. Cuando se verifica la desproporción entre la capacidad de conceptualización de ciertos fenómenos y las escasas modificaciones transformadoras de esa realidad. La escuela, la esquina, la calle, la cárcel son algunos de los espacios para esos encuentros, y otras instituciones y otras formas de institución y otros modos de pensar e intervenir de los adultos que las sostienen, las habitan, las reproducen o y las transforman. En  Frigerio, G; Diker, G (comp).Infancias y Adolescencias : Teorías y Experiencias en el Borde : cuando la educación discute la noción de destino. Fundación CEM, Buenos Aires, 2003

[22] Pueden observarse estos planteamientos en Garcia Dieguez, N; Noguerol Noguerol, V. Infancia Maltratada: Manual de Intervención. Editorial EOS, Barcelona, 2007.

[23] Interesante situarse bajo el posicionamiento ajeno, ya que las circunstancias personales modifican las actuaciones individuales; en este sentido el enfoque cambia no solo el análisis reflexivo de la acción sino la asimilación de los sentimientos. En  Goffman, E. La Presentación de la Persona en la Vida Cotidiana. Amorrortu, Buenos Aires, 2003.

[24] Memoria 2008. Colonia San Vicente Ferrer. Consellería de Justicia y AA.PP. Generalitat Valenciana.

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